por Silvia Scaranari
El Santo Padre regresó a Roma en la mañana del lunes, 8 de marzo. Durante el vuelo, concedió una larga entrevista a la prensa, en la que ha recordado algunos momentos y algunas emociones del viaje, entre ellas: “No me imaginaba las ruinas de Mosul, de Qaraqosh, realmente no me las imaginaba… Sí, había visto cosas, había leído el libro, pero esto toca, es conmovedor”. Un viaje importante para el Pontífice, que quiso presentarse como peregrino de paz y de acción de gracias a los numerosos testigos de la fe que han muerto o sufrido graves pérdidas en los últimos años, pero también fue una etapa fundamental para la “diplomacia religiosa”, especialmente durante la conversación con el ayatolá al-Sistani – ya mencionada en otro post – y adquirió un importante peso político en el encuentro con las autoridades civiles.
“Profunda gratitud a Su Excelencia y a todo el querido pueblo de Irak por la cálida acogida y la generosa hospitalidad […] Invoco sobre todos abundantes bendiciones de Dios Altísimo”. Así saludó y agradeció el Papa Francisco, en un telegrama, tras una breve conversación privada, al presidente iraquí Barham Ahmed Salih Qassim, que le recibió en el Aeropuerto internacional de Bagdad el lunes por la mañana, al concluir su viaje, iniciado el viernes 5 de marzo.
El viaje a la tierra de Irak, que el Papa Francisco había deseado, durante mucho tiempo, para implorar del Señor, como “peregrino penitente”, el perdón y la reconciliación después de años de guerra y terrorismo y para encontrarse con una “iglesia mártir” que, a pesar de “durísimas pruebas”, ha dado testimonio de su propia fidelidad a Cristo se ha concluido recientemente.
La atención a las desigualdades que han tocado a las comunidades religiosas no musulmanas es un tema clave del discurso dirigido a las autoridades, a la sociedad civil y al cuerpo diplomático, reunidos en Bagdad el viernes 5 de marzo. Tres veces vuelve el Santo Padre a pedir un “espíritu de solidaridad fraterna”, garantías para “los derechos fundamentales de todos los ciudadanos” y que “nadie sea considerado ciudadano de segunda clase”, porque todos somos “miembros de la misma familia humana” y, por tanto, la Santa Sede no se cansa de “apelar a las autoridades competentes para que concedan a todas las comunidades religiosas reconocimiento, respeto, derechos y protección”. La necesidad la sentimos todos porque, en un Estado que se proclama democrático, la pertenencia religiosa registrada en el documento de identidad, por citar sólo un ejemplo, es fuente de continua discriminación y, en ciertos momentos, incluso de persecución.
El respeto a la religión, en todas sus formas, no es el único tema que aborda el Papa con las autoridades civiles iraquíes. Otro fuerte llamamiento se dirigió a la eliminación de las múltiples formas de corrupción que dañan la economía de un país muy rico (es el cuarto productor de petróleo del mundo), pero con el 30% de la población por debajo del umbral de la pobreza y el 50% de los jóvenes en paro. El país es víctima de potencias fuertes que a menudo no se preocupan por la población y sólo persiguen sus propios intereses, ya sea retirándose del territorio (quizás, una referencia indirecta a Estados Unidos, que ha reducido mucho su contingente militar de apoyo a las fuerzas iraquíes), o mirando a Irak únicamente como un territorio a explotar y a controlar a nivel político (Rusia, China, Turquía…).
No pasó desapercibido su “saludo en particular a la querida población kurda”, dirigido casi por casualidad en medio de los agradecimientos a quienes colaboraron para la realización del viaje y al gobierno que lo acogió. La situación kurda está lejos de resolverse, la proclamada autonomía dentro del Estado federal deja muchos problemas abiertos: la referencia del Santo Padre al final de la Santa Misa celebrada en el Estadio de Erbil, el domingo 7 de marzo, no es ciertamente casual.
Las autoridades religiosas y los políticos están llamados a promover un “espíritu de solidaridad fraternal” y a “construir la justicia”, porque, como enseñó San Agustín, la verdadera paz sólo es posible allá donde reina la justicia. El deseo de justicia debe concretarse en la búsqueda de “equidad y promoción para todos”, recordó el Papa a los representantes de todas las comunidades religiosas reunidos en Ur, el sábado 6 de marzo, porque no habrá paz sin una ayuda mutua efectiva.
Las alianzas deben ser a favor y no en contra de alguien, para unir a los hombres y dirigirlos al Cielo, donde las estrellas brillan juntas y para todos, indistintamente. Las palabras del Papa, lejas de cada forma de sincretismo, quieren lanzar una colaboración para romper las filas de la corrupción, del egoísmo de unos pocos contra los muchos, no tanto por intereses concretos (los bienes del mundo son útiles, pero hay siempre que mirarlos como vanidad), como para conseguir “ayudar a nuestros hermanos a elevar su mirada y su oración al Cielo”. Mirando a Abraham, todos deben estar de acuerdo en que “la ofensa más blasfema es profanar su nombre (el de Dios) odiando al hermano”. Para conseguir superar esta profanación se necesita una “fe fuerte, que trabaje por el bien… y una esperanza irreprimible” (como reza una de las oraciones al final del encuentro) como las de Abraham, que tuvo el valor y la fuerza de abandonar Ur, la familia, los amigos, la tierra, por la confianza que puso en Dios. Reflexiones ya expresadas en la reunión de la víspera con los religiosos católicos, en la Iglesia de Nuestra Señora de la Salvación de Bagdad.
A los obispos, religiosos y seminaristas, el Papa les recordó, inspirándose en la exhortación apostólica Ecclesia in Medio Oriente de Benedicto XVI, que la Iglesia tiene una presencia ininterrumpida, desde sus orígenes hasta nuestros días, en las tierras iraquíes y tiene una tarea especial: anunciar la esperanza a todos los hombres, para vencer el virus del desánimo: “Seguir a Cristo no es sólo algo verdadero y correcto, sino también bello”, y la tarea de las diferentes Iglesias presentes en Irak, “cada una con su patrimonio centenario histórico, litúrgico y espiritual”, es precisamente mostrar la policromía de esta belleza, como “muchos hilos de colores individuales que, entretejidos, forman una única y hermosa alfombra”.
El Santo Padre recordó que los religiosos, al igual que todos los bautizados, tienen la importante tarea de salvar las grandes riquezas de este país: el patrimonio de “inestimable valor arqueológico”, que no sólo está constituido por los monumentos, sino también por la atención a los ancianos, el valor añadido que aportan las numerosas víctimas de la violencia, entre las que destacan los muertos del atentado contra la Catedral sirio-católica de Bagdad (31 de octubre de 2010), cuya causa de beatificación está siguiendo, y sobre todo los jóvenes, una “riqueza incalculable para el futuro”.
Frente a Occidente, que agoniza bajo el colapso demográfico, Irak, como todo Oriente Medio, es rico en jóvenes, y a ellos debe dirigirse el llamamiento a no desmoralizarse, a no dejarse explotar, a no permitir que se desencadene la espiral de odio y división hacia los demás: ellos son la esperanza de que una nueva realidad social, religiosa y política pueda ver la luz.
Ciertamente, en esta tierra ha habido muchas pruebas para las Iglesias cristianas, muchos sufrimientos que pueden llevar al cansancio, a la decepción, pero el Papa, en la homilía de la Santa Misa celebrada el sábado 6 de marzo en la Catedral caldea dedicada a San José en Bagdad, recuerda la grandeza de Dios, que siempre cumple sus promesas.
Inspirándose en la lectura de las Bienaventuranzas, recordó a los fieles que la lógica de Dios no es la de los hombres: prefiere a los mansos sobre los arrogantes, a los débiles sobre los fuertes, a los perseguidos sobre los perseguidores. La propuesta del Señor podría parecer una propuesta perdedora, mientras que, dice el Papa, es una propuesta “sabia”, porque es la propuesta del amor, que siempre gana. Es el amor que ha hecho que “los mártires salgan victoriosos de sus pruebas, ¡y cuántos ha habido en el último siglo, más que en los anteriores!”, es el amor que hace posible volver a empezar siempre, levantarse después de cada derrota. Esto es lo que ha hecho Dios: después de cada traición del pueblo elegido, ha perdonado, ha vuelto a empezar, ha relanzado, y también Jesús, cuando pide el testimonio, ofrece la recompensa: quien viva las bienaventuranzas “tendrá el reino de los cielos, será consolado, saciado, verá a Dios”. Dios es siempre fiel, y la última palabra “pertenece a Dios y a su Hijo, vencedor del pecado y de la muerte”, subrayó el Papa en su encuentro con la comunidad cristiana de Qaraqosh en la Iglesia de la Inmaculada Concepción.
Qaraqosh es quizá la parada más significativa de todo el viaje: ciudad de la llanura de Nínive de mayoría sirio-católica, a 32 km al sureste de Mosul y 60 km al oeste de Erbil, es una zona agrícola con un enorme patrimonio arqueológico. Aquí los milicianos del Estado Islámico (ISIS) han arrasado, violado, matado y quemado, convirtiendo la Catedral en un campo de tiro, obligando a miles de personas a huir (en 2014 había unos 50.000 cristianos, hoy no más de 20.000). Esta etapa del viaje es realmente “una caricia del Papa” a una comunidad cristiana herida, postrada, pero victoriosa. En 2014-15-16 ¿quién hubiera imaginado las multitudes que se agolpaban en las calles, esperando la llegada del Papa Francisco, una demostración palmaria de que el odio y la violencia de la guerra no tenían la última palabra? Hay que reconstruir muchas cosas, pero “es hora de restaurar no sólo los edificios, sino ante todo los lazos que unen a las comunidades y a las familias, a los jóvenes y a los ancianos” y “guardar sus raíces” continuando con el sueño, con la esperanza, seguros de que desde el cielo los numerosos mártires cristianos del Iraq contemporáneo velan por esta tierra: “Lo que se necesita es la capacidad de perdonar y, al mismo tiempo, el coraje de luchar sin cansarse de rezar por la conversión de los corazones y por el triunfo de una cultura de la vida […] con respeto a las diferencias, a las diferentes tradiciones religiosas”.
Este tema se retomó también en Mosul, durante la oración por las víctimas de la guerra, cuando el Papa reiteró la importancia de la presencia cristiana, que es un verdadero fermento de renovación y restauración de un tejido social profundamente lacerado y empobrecido por la pérdida de tantos de sus miembros. Incluso el abandono de uno solo hace al país más pobre, más débil, y de este territorio han tenido que huir a miles de personas por la violencia y los abusos, pero “la fraternidad es más fuerte que el fratricidio, la esperanza es más fuerte que la muerte, la paz es más fuerte que la guerra”. Después de tanto sufrimiento, después de tantos siglos de persecución alternada con la discriminación, uno podría preguntarse legítimamente qué sentido tiene permanecer en Irak: ¿por qué no preferir Estados Unidos o Canadá, donde miles de caldeos y sirios ya viven desde hace décadas? El Papa respondió indirectamente en su último discurso público del domingo 7 de marzo, la homilía de la Santa Misa, celebrada en Erbil en el Estadio Franso Hariri.
Erbil es otra ciudad que ha sufrido mucho la furia del Isis, que ha visto diezmadas sus comunidades cristianas y yazidíes, que llora tantas muertes y tantas casas quemadas, destruidas, saqueadas. Fue precisamente en Erbil donde el Papa recordó que el Evangelio tiene el poder de cambiar vidas y que vino a este país para “confirmar” a los cristianos en su fe y en su testimonio, que es esencial para todo el tejido social. En todas partes, pero especialmente en Oriente Medio, la presencia de los cristianos no es sólo un homenaje a los orígenes, es una presencia esencial para la convivencia pacífica, para dar testimonio de tolerancia, para pedir la libertad religiosa, no sólo para ellos, sino también para otras comunidades religiosas no islámicas, para ser un signo del “Reino que viene, el Reino del amor, de la justicia y de la paz”.
Como Jesús no manifestó su poder con gestos extraordinarios, sino con la misericordia y el perdón, así la Iglesia que está en Irak, y que está muy viva, debe ser fermento de convivencia. Convivencia que no es un genérico “lo toleramos todo y a todos”, sino que es vivir en paz, ayudando a los hombres a levantar la mirada al cielo, a mirar al otro con los ojos generosos, pacientes y misericordiosos de Dios, a soñar con la verdadera felicidad y la libertad que sólo se puede encontrar en Cristo.
Martedì, 9 marzo 2021
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