El 11 de septiembre, las Torres Gemelas, el regreso de los talibanes
por Marco Invernizzi
El 11 de septiembre de hace veinte años sucedió un hecho que todos los periódicos están recordando durante estos días: el terrorismo islamista asestó un duro golpe al interno del “Gran Satán”, Estados Unidos, provocando la muerte de tres mil personas y la consternación de todo el mundo.
No todos los fundamentalistas islámicos son terroristas, pero no hay duda de que el terrorismo de al-Qaeda y el del ISIS, que dio origen al Estado Islámico proclamado en Irak el 29 de junio de 2014 por Abu Bakr al-Baghdadi, se benefició abundantemente de esa “revolución cultural”, como la llama Gilles Keppel, que a partir de 1979 cambió la historia de todos los musulmanes, tanto chiitas con la revolución jomeinista de 1979, como sunitas, con financiación saudita (y estadounidense) para la sacrosanta resistencia antisoviética en Afganistán. (Jihad ascesa e declino. Storia del fondamentalismo islamico, Carocci 2016).
En estos días, veinte años después del fin del Gobierno talibán en Afganistán, un nuevo Gobierno talibán toma posesión en el mismo país: el primer ministro se llama Mohammad Hasan Akhund, está en la lista de terroristas de la ONU; el ministro del Interior es Sirajuddin Haqqani, jefe de la Red Haqqani, grupo dedicado a la guerra de guerrillas y al exterminio masivo; Haqqani es el vínculo entre Pakistán, los talibanes y al-Qaeda y sobre su cabeza pende una recompensa de 10 millones de dólares del FBI; el ministro de Defensa es Mohammad Yaqoob, hijo del Mullah Omar, quien fue el primer líder del grupo yihadista y fundador del Emirato Islámico de Afganistán (List de Mario Sechi, 9 de septiembre de 2021).
Toda resistencia antitalibana parece haber sido derrotada, incluso la de aquellos combatientes que entre 1979 y 1989 acompañamos por Italia para que se conocieran sus diferencias respecto a los fundamentalistas, que ya estaban ahí antes de definirse como “talibanes”, que son los estudiantes educados en el islam en las escuelas paquistaníes durante su exilio de Afganistán tras la invasión soviética. Los milicianos que apoyamos eran los que lucharon en la Alianza del Norte, que tenían a Ahmad Shah Massud entre sus comandantes (1953-2001) y no querían imponer la sharía, pero que hoy parecen haber desaparecido, huido al exterior o haberse rendido, a excepción del hijo del León de Panshir, que todavía parece estar encaramado en las gargantas de su valle natal (Michael Barry, Il leone del Panshir. Dall’islamismo alla libertà, Ponte alle Grazie, 2003).
Es demasiado pronto para una evaluación adecuada de lo que ha sucedido en estos veinte años, aunque todos estemos tratando de dar alguna explicación. Ciertamente Occidente queda mal parado. Pero, ¿qué Occidente? ¿El de Texas que le grita al mundo que el aborto es un crimen o el que le grita a los legisladores de Texas que el mismo es un derecho?
Hay dos “Occidentes” hoy en Occidente, y el primero parece tan pequeño que despierta un clamor desmesurado cada vez que logra dejar una huella importante en la historia, como en Texas. Pero es la única esperanza: un pequeño Occidente que nace dentro de un poderoso y ahora viejo Occidente que está muriendo.
Viernes, 10 de septiembre 21